10 de agosto de 2017

Desvariando...

Es un castillo.
Un castillo de setenta metros, sí, pero mi castillo.
Sus techos son cada vez más altos
(por mi cada vez menor estatura);
Y el suelo más bajo
(por la oxidación de mis huesos).

 ¡Es tan lindo mi castillo!  ¡Y tan azul...!
¡Y qué comodidades tiene! 
Libros, sofá, pocos espejos,
camas tan anchas como páramos,
pañuelos, libros, tres tiestos con plantas,
la cafetera, silencio, cuadernos,
tinta, amor, libros, calma.

Pero lo más amable es su balcón.
Perdón, le he dado ínfulas,
y apenas es ventana.

Al balcón–ventana me asomo,
como una princesa que algo espera.
No, no una princesa cualquiera.
No espero príncipes azules
o adalides que me rescaten. 
No sé qué es lo que espero ahí,
al borde de la ventana.
Acaso, sentir el aire, aspirar, respirar,
suspirar con los cambios del celaje:
las formas de las nubes cuando se emborregan, 
se atormentan, 
o  ruborizan o adelgazan…
Y perseguir con los ojos  a  la luna,
amarilleando en la noche,
                   o blanqueando en los celestes de la mañana.                                                                      Y, cuando llueve…

La libertad reside en mi castillo.
Salir de sus murallas me aprisiona de forma extraña,
No me seducen festejos, ni excursiones, ni viajes…
Debe de ser que mi corona se trocó por canas. 
Que en la piel, los años, a arrugas trazaron sus límites.
Que a espacios cada vez más reducidos
el tiempo me reclama.
¡Cuánto pesa la calle, la gente, los deberes, el mañana…!
©Trini Reina/12 de julio de 2012
Obra de Robert Burns

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